Hay un tipo de hipertensión pulmonar, llamada HPTEC (hipertensión pulmonar tromboembólica crónica) que, afortunadamente, tiene una esperanza de vida elevada. Con motivo del día mundial de esta enfermedad hemos querido reflejar en nuestro blog el caso de una amiga que padece esta variante. Con grandes dosis de valentía y también de sufrimiento, finalmente ella ha podido salir adelante y está feliz de contarnos su caso. Se llama Cristina Domenech y vive en Madrid.
A mis 40 años, feliz de la vida, pensando que con el asma que sufría desde mi adolescencia ya no podía ocurrirme nada más. Con mis crisis, mis corticoides y mis inhaladores hacía una vida totalmente normal. Pero un día el asma empeoró, al menos eso decían los especialistas. Al pasar semanas sin mejoría, me hicieron mil pruebas de respiración y pulmón. Pasado un año, ya no podía subir una cuesta. Un simple desnivel, un escalón era como subir el Himalaya. Así que me hicieron la prueba de hernia de hiato y estómago, creyendo que esa era la causa. Pero, después de varios meses, enfrentarme a unas escaleras era ya imposible, daba paseos como las abuelitas, parándome cada tres pasos para coger aire e intentar llenar los pulmones. Sentía que se me iba la vida.
Me daba vergüenza, así que hacía como que miraba algo en el cielo o en una vitrina. Cogí mas peso corporal, así que me decían: «Estas engordando, sal, ¡tienes que caminar!». Pero solo el hecho de ir a por una barra de pan era un suplicio, mi cuerpo se convertía en una cruz pesada y agotadora que tenía que arrastrar hasta la meta. Solo podía caminar en llano, evitando las calles con cuestas, eligiendo las salidas del Metro con escaleras mecánicas. No podía ir a ver a mis familiares ni amigos que no tuvieran ascensor. No podía trabajar ni buscar empleo. Me hicieron más pruebas, como la de Reynaud, huesos, artrosis, radiografías… Pruebas y más pruebas.
De repente, un día, agotada, con mis labios azules, mis uñas moradas y con una gran insuficiencia respiratoria me llevaron a urgencias, donde me diagnosticaron una embolia pulmonar. Las semanas pasaron y los médicos, al no ver mejoría respiratoria, me pusieron el oxígeno mas alto. A partir de ese momento tenía que llevarlo las 24 horas del día. Con esa mascarilla me sentía como un perro con su bozal. Moverme era casi ya imposible pero yo siempre estaba con la sonrisa en el rostro para mostrar a mis seres queridos que seguía ahí y constantemente desde el hospital me mandaban otra vez de vuelta a casa para volver a ingresar a los pocos días.
Pasaron dos años y tenía mis piernas y todo el cuerpo más hinchado, mi oxigenación estaba en 88/90% y los latidos en más de 110 en reposo. Estando ingresada, los días se hacían eternos. De pronto, tras un cambio de médico me pidieron un cateterismo y unas pruebas nucleares y… ¡Aleluya! ¡hay diagnóstico! Me nombraron una enfermedad que me sonaba a chino: hipertensión pulmonar. En ese idioma desconocido solo oí: «Mortal… No tiene cura… Existen varios tratamientos pero aún están en estudio… Muy altos costes… Hay que ver… Hay que probar… Enfermedad rara…» Todas esas palabras me daban vueltas: Muerte, meses, tiempo, oxígeno 24 horas… etc. Y pensé: «¿Por qué yo? ¿Qué tengo? ¡Mi familia, Dios mío!»
Investigué en un océano de lagunas y de miedo por Internet donde, de repente, una voz te habla. En este caso fue Enrique Carazo, quien me informó de la Fundación Contra la Hipertensión Pulmonar. Me dijo que no estaba sola, me aconsejó y me puso en contacto con otros enfermos. Un gran alivio y un gran terror a la vez. Mientras, seguían mis idas y venidas al hospital sin saber qué me pasaba. Me dicen todo y nada. Me dan esperanzas. Prueban otros tratamientos. Y otros, y otros… Mi cuerpo ya no oxigenaba desde hacía semanas, hasta que un día empecé a toser sangre, mucha sangre. Y no paraba, un día y otro… Era el final para mí.
El momento clave
Los médicos arriesgaron y me hicieron una tromboendarterectomía pulmonar. Habían transcurrido 3 años desde que todo empezó, me desperté y vi tubos que salían de mi cuerpo, una fila de grapas que me recorre el tórax como si fuese una cremallera, conectada a decenas de aparatos y me dijeron lo que llevaba tanto tiempo soñando: «¡Todo ha salido bien, campeona! Te hemos sacado dos trombos del tamaño de un corcho en cada arteria. Ahora hay que tener muchas esperanzas para que no se reproduzcan».
El proceso de recuperación tardó un par de meses. Voy a cumplir 46 años, hago una vida casi normal tras la intervención. Paulatinamente, fui haciendo deporte, subiendo cuestas y luego me apunté al gimnasio. Hoy en día monto en bicicleta, camino 6 kilómetros diarios sin cansarme y hago más deporte.
Por ahora, la hipertensión pulmonar es inexistente, aunque no se sabe a ciencia cierta si se pueden reproducir los trombos. Pero he vuelto al 98% de oxígeno, a los 65 latidos por minuto, solo tomo el Sintrom y mis inhaladores de asma. Tengo una cicatriz bastante importante en mi escote, es como un hermoso tatuaje al que llamo ‘el árbol de la vida’, que me hace recordar cada mañana lo maravilloso que es sentir la vida.
En resumen, estoy muy feliz de poder contarlo hoy en día. Espero que mi experiencia sirva para ayudar a otras personas y también para que los médicos diagnostiquen lo antes posible esta enfermedad.
Cristina Domenech (Madrid)